Alivio del despojo
Desperté y de inmediato pensé en cómo se desarrollaría mi primer día de vacaciones. Había llegado la noche anterior a la estancia y en medio de la penumbra, bajo un cielo escaso de estrellas, descendí del coche. Fui instalado en una habitación reciclada con reminiscencias de antiguas riquezas. Por el cansancio del viaje, me derrumbé en la cama y con rapidez quedé dormido.
Los ritos diarios, usados al levantarme para lograr un aspecto presentable, fueron ejecutados con esa singular rutina en la que me siento ausente y sin embargo resulta tan propia. Entré al salón comedor. El techo convergía hacia una cúpula ojival de madera oscura, los ventanales se abrían a la luz generosa y el campo con su húmedo olor matinal, se filtraba irreverente, soberbio. Ocho mesas redondas con manteles blancos y sillas de algarrobo torneadas. Frías cenizas yacían en una chimenea de piedra ennegrecida. Algunas lámparas con caireles de cristal, alfombras con más historia que futuro. Silencio. Una anciana sentada en un rincón, casi imperceptible.
Disfruté el desayuno. El pan caliente, esponjoso; la mermelada de membrillo, también casera. El café con leche olía distinto, sabía distinto. Una sensación de bienestar olvidada me invadía a medida que se disipaba el vapor de la taza. Paseé la mirada por las páginas de la novela que leía, por el campo, el salón y me demoré en la anciana. La mujer llevaba puesto un vestido de amplios pliegues, largo y negro. Su cara ancha conservaba un resplandor lozano que se desvanecía en los surcos de lo vivido. El cabello blanco recogido en un rodete. Los labios semejaban una línea, tal vez la puerta cerrada de un mundo secreto. Baja y redonda. Toda ella hablaba de una época distinta, anterior. Armonizaba con el mobiliario. Sentí atracción por el daguerrotipo que el entorno proyectaba en mí. ¡Cómo me hubiera gustado leer lo que la mujer escribía con parsimoniosa concentración! Ni una sola vez levantó la vista. Tal vez ni siquiera notó mi presencia.
Los días siguientes transcurrieron entre largas caminatas y no menos prolongadas siestas. Estas vacaciones de reposo eran una prescripción médica después de mi segundo infarto, los tres by- pass, el adiós al cigarrillo y la promesa de trabajar menos. Comencé a sentir de a poco como disminuía mi pesadumbre y me volvía más ligero, algo así como etéreo. Me rodeaba una aplastante tranquilidad, sólo acicateada por la curiosidad que cada mañana durante el desayuno, único momento del día en que la veía, me provocaba la anciana. Comprendí que solo nosotros estábamos alojados esa temporada, eso si ella en realidad era una huésped, algo que no podría saber si no preguntaba y no me animé a hacerlo.
Una mañana durante el desayuno, un viento inesperado azotó las ventanas. Dos mucamas presurosas cerraron las hojas de vidrio grueso. Repentina y bravía la lluvia culminaba en gotas voluminosas sobre las superficies. La anciana se retiró del salón. Me demoré disfrutando por un rato los sonidos amortiguados, los colores difusos. Vi el cuaderno con tapas de cuero marrón, ajado, sobre la mesa de la mujer. Siguiendo un impulso me levanté y lo tomé. Con paso apresurado y la respiración agitada entré en mi habitación. De inmediato, sin poder reprimir la ansiedad abrí el cuaderno. Recorrí con avidez las páginas desnudas, una tras otra y todas vacías. Tenía la absoluta certeza de que ese era el cuaderno utilizado por la anciana cada mañana. ¿Dónde estaban las palabras que ella vertía en mi presencia? La lógica suele guiar mis pensamientos, pero en esta circunstancia, los acorraló. El enigma resistía el análisis. Cansado de mis inútiles cavilaciones decidí pasar a la acción. Las horas siguientes transcurrieron densas, colmadas de inquietud.
A las ocho entré, como lo había hecho desde mi llegada, al salón comedor. Recorrí cada ángulo, en busca de una diferencia, algo que me permitiera entender. Todo estaba exactamente igual. De pronto, me di cuenta que la mujer miraba por la ventana, no escribía. Claro, yo tenía su cuaderno. Por primera vez, me acerqué a su mesa. Pedí disculpas por la intromisión y me presenté. Miré los ojos de la anciana y quedé perdido en un abismo. Esa mirada contenía un universo. Con una voz suave me trajo de regreso, balbuceé algo sobre el cuaderno y se lo entregué. Agradeció con gentileza. No pude con mi genio, le pregunté por qué las páginas estaban vacías si ella escribía allí todos los días. ¿Vacías?, no lo creo. ¿Quiere que le lea algo? No pude rechazar la invitación, me senté a su lado y la magia de una voz tersa, llena de colores me envolvió. La historia hablaba de un hombre, acontecimientos de su vida, esperanzas y pesares. En tanto ella avanzaba el relato yo reafirmaba la interior convicción de que en un sueño lejano había vivenciado esas circunstancias, sentimientos y emociones. Cada palabra pronunciada se convirtió en un recuerdo evocado. Me dejé llevar y disfruté de los olores de mi niñez, los sonidos de mi adolescencia y los sabores de mi adultez. El tiempo, fluyó.
Voy caminando por el campo, no sé a dónde me dirijo. Ando libre y liviano, no cargo pesadas mochilas ni viejas valijas. Sólo yo y mi presente.
Y en algún lugar, una anciana guardará, en un cuaderno con tapas ajadas de cuero marrón, mis recuerdos robados.
de mi libro Cubilete del Tiempo.
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